domingo, 29 de mayo de 2011

CARLOS IVAN DEGREGORI: SEGUIR LEYENDO SUS OBRAS ES EL MEJOR HOMENAJE QUE LE PODEMOS HACER.

El PCP “SENDERO LUMINOSO” surgió del encuentro que tuvo lugar en las décadas de 1960 y 1970 en Ayacucho, entre una élite intelectual provinciana mestiza y una juventud universitaria también provinciana, andina y mestiza (véase: Degregori 1985).
¿Por qué el partido político que nace como producto de ese encuentro es capaz de desarrollar tal grado de violencia? ¿Qué factores en la historia peruana y en la cultura de los dos núcleos sociales constitutivos de SL lo posibilitan? ¿Por qué cuando se “comunican” con otros actores políticos y sociales es sólo en términos de confrontación absoluta?

En tanto la vieja guardia intelectual senderista marcó decisivamente a SL; y en tanto jóvenes provincianos mestizos con una educación superior al promedio siguen constituyendo la columna vertebral de dicha organización (véase: Chávez de Paz 1989), expondré a continuación algunas reflexiones sobre ambos sectores intentando responder esas preguntas. Antes es necesario precisar que hablaremos de una minoría de jóvenes e intelectuales provincianos que son los que se adhieren a SL. Hasta hoy, a pesar de la crisis del país y la falta de alternativas políticas, la inmensa mayoría ha canalizado su radicalismo por caminos más flexibles y constructivos.

Jóvenes: Los hijos de los engañados en busca de la espada de la verdad para vengar el engaño[1].

COMO SUCEDE CON FRECUENCIA en nuestro país, es necesario remontarse hasta el principio. Uno puede aproximarse al nacimiento del Perú y ver el triunfo de los conquistadores como producto entre otras cosas, de una manipulación de la comunicación. Porque si se recuerda, en el encuentro de Cajamarca, el padre Valverde aparece con un libro en la mano, la Biblia, y le dice a Atahualpa: “esta es la palabra de Dios”. El Inca, que desconoce el medio, se lleva el libro al oído, no escucha palabra alguna, arroja la Biblia al suelo y con su gesto “justifica” la conquista.

Desde un primer momento, entonces, el dominio de la lengua castellana, la lectura y la escritura fueron instrumento de dominación. Hay una tradición de Ricardo Palma que recordaba Max Hernández: la del conquistador que siembra melones en Pachacámac y cuando maduran le manda algunos de regalo a un amigo afincado en Lima. A los indios cargadores les entrega una carta y les advierte que no coman ningún melón porque la misiva los delataría. A mitad de camino, tentados por el hambre y el olor de la nueva fruta, los indios esconden cuidadosamente el papel y comen algunos melones, confiados en que la carta no los podía haber visto. La tradición termina con el estupor de esos indios ante el poder de la palabra escrita cuando el destinatario les dice exactamente cuántos melones de habían comido.

Surge así una sociedad basada en el engaño, hecho posible entre otras causas por el monopolio que ejercían los dominantes del conocimiento de la lengua castellana, la lectura y la escritura. Desde entonces, las poblaciones conquistadas fluctuaron entre la resignación y la rebeldía. Se trata, por cierto, de dos polos ideales, que en realidad se presentan sumamente matizados o incluso entremezclados contradictoriamente. El concepto “adaptación-en-resistencia” (Stern 1987), da cuenta de buena parte de esas situaciones intermedias.
La resignación está incluso interiorizada en mitos. Una de las variantes del mito de Inkarrí (véase: Marzal 1979; 12) dice que los mistis son los chanas de la creación, los hijos últimos de Dios y, por consiguiente, sus engreídos. Dios les dio el don de hablar castellano y de leer y escribir, y por eso “pueden hacer lo que les da la gana”. Es decir, su dominio es arbitrario o para usar palabras de Gonzalo Portocarreo (1984), es la “dominación total”.

La otra actitud es la rebeldía, que fluctúa a su vez entre dos polos ideales: el repliegue de la cultura andina sobre sí misma, rechazando a “Occidente”; o la apropiación de los instrumentos de dominación de los vencedores. Ambas variantes pueden rastrearse hasta el mismo s.XVI. El movimiento del Taki Onqoy a inicios del s.XVII, sería un ejemplo de repliegue. También la rebelión de Juan Santos Atahualpa a mediados del s.XVIII. Pero, en actitud contraria, tenemos a Manco Inca II tratando de conformar una caballería y de manejar armas de fuego para enfrentar a los españoles. Túpac Amaru II se acercaría más a este segundo polo; Túpac Catari al primero. Lo que nos interesa destacar, sin embargo, es que en el s.XX predomina la segunda forma de rebeldía: aquella que busca apropiarse de los instrumentos de poder de los dominantes y, entre ellos, de uno clave: la educación. Arrancarles a los mistis el monopolio de sus conocimientos es el equivalente del gesto de Prometeo arrebatándole el fuego a los dioses. Aquí, las poblaciones andinas le quitan el monopolio del castellano, la lectura y la escritura a los mistis que se comportaban como dioses en tanto ejercían la “dominación total”.

Conforme avanza el siglo, el ímpetu con que las poblaciones andinas se lanzan a la conquista de la educación resulta excepcional. Según cifras de la CEPAL (1985) sobre cobertura educativa, entre los países de América Latina el Perú pasa del puesto décimo cuarto en 1960 al puesto cuarto de 1980. Y entre los que las Naciones Unidas llama “países del nivel medio de desarrollo”, que son alrededor de 70, la evolución del porcentaje de jóvenes de 18 a 25 años que siguen educación secundaria o superior es la siguiente: en el conjunto de esos 70 países el porcentaje pasa de 17% en 1960 a 52% en 1980. En ese mismo período, el porcentaje de jóvenes de 18 a 25 años que estudia secundaria o superior en el Perú pasa de 19% a 76%. Este empuje por la educación sobrepasa ampliamente los esfuerzos del Estado y avanza más bien a contracorriente del repliegue estatal, pues a partir de mediados de la década de 1960 comienza a disminuir la inversión relativa del Estado en educación (Degregori 1989). Planteamos como hipótesis que el impulso por la educación sería más fuerte entre las poblaciones andinas que entre las criollo-populares.

Pero, ¿qué buscan esas poblaciones andinas en la educación? Buscan por cierto, instrumentos muy pragmáticos para su lucha democrática contra los mistis y los poderes locales, y por hacerse un lugar en la “sociedad nacional”. Buscan aprender a leer, escribir y las cuatro operaciones. Pero, además, buscan la verdad. Varios testimonios recogidos precisamente en Ayacucho, lugar de origen de Sendero Luminoso., durante una coyuntura muy relevante para nuestro argumento, pueden ilustrar esta afirmación. En 1969 se produjo un importante movimiento en Ayacucho y Huanta, exigiendo la restitución de la gratuidad de la enseñanza, que había sido suprimida por el gobierno del Grl. Velasco. Los jóvenes secundarios fueron el detonante, pero en los momentos culminantes los campesinos tomaron la ciudad de Huanta y los sectores urbano-populares se levantaron masivamente en Ayacucho. Poco después, recolectando materiales para redactar su tesis sobre dicho movimiento, Aracelio Castillo (1972:272) le preguntó a un dirigente campesino de Huanta como veía la situación del campesinado. El dirigente respondió:

“En comparación con los atropellos de otros tiempos, claro que ahorita está un poquito mejor. Pero necesita que se le instruya, que alguien le de orientación, que haya cursillos… para ver si de esa manera puede progresar, puede salir de la esclavitud, del engaño, sino, seguirá siendo pobre y explotado”.

Educarse equivaldría entonces a “salir del engaño”, a partir de lo cual la educación puede adquirir un carácter explosivo. Un dirigente barrial de Ayacucho le dice al mismo Castillo (op.cit.:280) poco después del movimiento de 1969:

“Ha habido movilizaciones cuando quisieron cerrar nuestra Universidad San Cristóbal de Huamanga, a la cual la tildan otros, que está malogrando a los buenos cristianos… en vez de decir que la Universidad nos está despertando, estamos aprendiendo algo nuevo, algo objetivo, lo cual no les gusta, no les cuadra en absoluto a los otros porque quieren que sigamos engañados…”

A ese engaño, que se remonta al momento mismo de la conquista, se opondría la “verdad objetiva” a la cual se accedería a través de la educación. En pleno movimiento por la gratuidad de la enseñanza, un comunicado del Frente de Defensa del Pueblo de Ayacucho se expresa en estos términos:

La Junta Militar ha abolido la gratuidad de la enseñanza porque saben perfectamente que cuando los hijos de los obreros y campesinos abran los ojos peligra su poder y su riqueza” (Castillo op.cit.:205).

El poder tradicional basado no sólo en el monopolio de los medios de producción sino, además, en el monopolio del conocimiento y su manipulación engañosa, se desmorona conforme los dominados rompen ambos monopolios. Por eso la educación escolar aparece como superación del engaño y, consecuentemente, de rebeldía y “peligro” para los dominantes.

Pero si bien la lucha por la educación tiene efectos democratizadores evidentes a nivel social, no implica necesariamente un avance democrático cualitativo en todos los ámbitos políticos y culturales. Si regresamos al testimonio del dirigente huantino, por ejemplo, veremos que según él, el campesinado “necesita que se le instruya”,”que alguien implícitamente externo le de orientación”. El viejo orden jerárquico es trasladado así a la relación maestro (mestizo/urbano) – alumno (campesino/indígena). La masificación educativa puede producirse, pues, sin romper sustancialmente las concepciones de la sociedad tradicional. No estaríamos frente a una educación liberadora sino autoritaria, además de etnocida.

Cuando Castillo (op.cit.:272) le pregunta al mismo dirigente: “¿qué aspiraciones le desearía al campesinado de Huanta?”, la complejidad de la propuesta campesina aparece todavía más transparente:

“La máxima aspiración es el progreso de la gente del campo, sería, pues, de que sus colaboradores, mejor dicho sus guías, den orientación para conseguir el progreso, a mi concepto, evitando los vicios que tienen los campesinos, los vicios del trago, de la coca, del cigarro. Si siguen con estos vicios nunca conseguiremos una vida mejor”.

La asociación entre ignorancia y vicio la creíamos patrimonio de la ideología oligárquica, pero vemos que puede formar parte también del horizonte campesino[2], donde se mezclarían las ansias vehementes de progreso con el reclamo de un orden moral conservador (rechazo al trago, la coca, el cigarro) y la necesidad de un guía que conduzca a la consecución de los objetivos deseados. ¿En qué medida es por estar frente a un catedrático como Castillo, que el campesino recalca la necesidad de orientación externa? No lo sabemos pero, en todo caso, sus aspiraciones parecen posibles de ser satisfechas tanto por las propuestas de algunas denominaciones evangélicas como también por Sendero Luminoso.

En efecto, a partir de la necesidad de un guía externo no es de extrañar la aparición de un caudillo maestro como el que lidera Sendero Luminoso. A partir del testimonio resulta también más comprensible el carácter moralizante de SL, sus castigos a adúltero o bebedores. Y no resulta extraño, tampoco, el auge que en los años 70 van a tener en las universidades nacionales los manuales de marxismo[3]. Porque son los hijos de los engañados –jóvenes provincianos de origen andino- los que por entonces acceden masivamente a la universidad y se encuentran con la versión simplificada y por tanto más acequible de una teoría, el marxismo-leninismo, que se define como la única “verdad científica”, legitimada por su referencia a los clásicos (maestros) del marxismo como principio de autoridad. Esa ciencia propone un orden nuevo pero estrictamente jerarquizado donde ellos, al acceder al partido y su verdad, pueden pasar de la base al vértice de la pirámide social (y de la pirámide del conocimiento, recordemos que son estudiantes universitarios).

Podríamos preguntarnos si en esa necesidad tan grande de orden y progreso en un contexto todavía parcialmente estamental, tradicional, no se encuentra una de las raíces del cientificismo cuasi religioso de Sendero Luminoso, para el cual “la ideología del proletariado… es científica, exacta, todopoderosa” (El Diario, 24.5.89.:16) o, como dicen sus documentos oficiales: “todopoderosa porque es verdadera” (PCP 1988a:II); así como una de las raíces del culto a la personalidad y la sacralización del “pensamiento Gonzalo”: el caudillo-maestro es la educación encarnada y, por tanto, el guía, la verdad, la virtud encarnadas. Porque según SL la ideología proletaria tiene, como se ve, atributos cuasi divinos. Estaríamos frente a una nueva divinidad capaz de derrotar a esos viejos dioses Wiracochas que durante siglos los sometieron a la “dominación total”.

Si en general acceder a la educación básica significa romper el engaño, los que acceden a la universidad tienden a buscar con gran empeño algo más que la verdad: coherencia. ¿Por qué? Para responder permítaseme exponer algunas ideas sugeridas por la lectura de un artículo de Umberto Eco (1986). Para los campesinos andinos que se lanzan a la conquista del “progreso”, la escuela sería, en una primera etapa, una suerte de “culto del cargo”; y para algunos de sus hijos que llegan a la universidad, la modernidad sería en cierta medida un pidgin. Expliquémonos.

Los antropólogos están familiarizados con el “culto del cargo”. Surgió a raíz de la II Guerra Mundial, cuando los aliados establecieron bases militares en territorios de grupos étnicos de Papúa-Nueva Guinea y construyeron pistas donde aterrizaban clandestinamente aviones de carga (carga planes). Todo aparecía cubierto de misterio: en la noche, los hachones que se encendían a los costados de la pista formaban dos filas de luces entre las cuales los cargos descendían del cielo. Y los papuanos que colaboraban con los aliados, veían cómo de la panza de esos aviones salían los bienes de la modernidad, algunos de los cuales les daban a los aliados para garantizar su lealtad. Terminada la guerra, los aliados se retiran y cierran el aeropuerto, pero los papuanos continúan esperando que regresen los aviones, establecen el culto al avión de carga, cada cierto tiempo van al lugar donde estuvo la pista, construyen un avión de cañas, encienden todas las luces y se ponen a esperar que vuelva el “cargo” trayéndoles los bienes de la modernidad[4].

Algo de eso tiene la escuela de nuestro país, posiblemente para todos nosotros pero más para el campesinado. Un libro publicado hace poco por Juan Ansión (1989) revela que, en una primera etapa, la escuela en las comunidades andinas es una especie de “caja negra”, de paquete tecnológico que se importa en bloque desde el exterior y cuyo contenido se desconoce. No se sabe muy bien que hay dentro o como funciona, es una especie de cápsula de modernidad que se coloca en la plaza principal del pueblo, donde los hijos aprenderán los secretos mecanismos que permiten desenvolverse en el mundo contemporáneo, especialmente urbano. Se desarrolla entonces una esperanza casi sobrehumana en el poder de la educación.

Pero los hijos o nietos, que acceden a la universidad, sienten que la modernidad les llega como por hilachas, filamentos, retazos. La modernidad sería para ellos una suerte de pidgin, esos idiomas a medias que se hablan en algunas islas de Oceanía donde se mezclan de manera algo incoherente varias lenguas a la vez. Así es como nos llega la modernidad a todos en el Perú y América Latina. En la propia propuesta de Mario Vargas Llosa de convertirnos en “país europeo” hay mucho de “culto del cargo” y deseos de superar el pidgin. Pero esta percepción de un mundo fragmentado parecería agudizarse entre aquellos jóvenes universitarios mestizos provincianos ubicados en una región como Ayacucho en la cual el elemento modernizador no fue un agente económico (mina, industria, cultivo comercial), sino fundamentalmente ideológico: una universidad. Exagerando por cierto, podríamos decir que en Ayacucho el proceso se invierte y no es el cambio económico el que conduce a transformaciones sociales y culturales, sino que primero llega la idea. Sin correlato material contundente, la sensación de pidgin se acentúa y parece resultar demasiado torturante. Son jóvenes que se encuentran en una tierra de nadie ubicada entre dos mundos: el tradicional andino de sus padres, cuyos mitos, ritos y costumbres, al menos parcialmente ya no comparten; y el mundo occidental o, más precisamente, urbano-criollo, que los rechaza por provincianos, mestizos, quechuahablantes. Los jóvenes exigen coherencia, una “visión del mundo” que sustituya a la andina tradicional, que ya no es más la suya, y que les sea más acequible que las complicadas y múltiples teorías que ofrecen las ciencias sociales y/o la filosofía. Y creen encontrar lo que buscan en esa ideología rígida que se presenta como verdad única y les da la ilusión de coherencia absoluta: el marxismo-leninismo-maoísmo.

Esta sensación parecería ser común a amplios sectores juveniles y diferentes regiones, pero en Ayacucho se presenta tal vez de manera más descarnada. Además, mientras que en la mayoría de las universidades los jóvenes sólo encuentran manuales o profesores que se limitan a la difusión académica de las ideas m-l, o que intentan sin éxito forjar una organización política eficaz, en la Universidad de Huamanga se configura un núcleo intelectual maoísta que sí cuaja como partido político. Por tanto, allí no sólo se encuentran los libros que enseñan esa verdad cuasi secreta, sino hombres concretos y una organización que ofrece identidad a quienes la vieja identidad andina tradicional de sus padres ya no les resulta suficiente. Los jóvenes adquieren la posibilidad de ser parte de ese nuevo ente todopoderoso, el partido “guiado por la ideología proletaria (m-l)”. Porque según esa misma teoría, no es necesario que en un lugar exista el proletariado, basta que llegue la idea proletaria, que en Huamanga se encuentra ya encarnada en un caudillo-maestro que es Abimael Guzmán. En los afiches de SL, un espacio central lo ocupa Guzmán con terno, anteojos y un libro en la mano. No hay en la tradición marxista otro líder en el que se destaque tanto el carácter de intelectual de quien se ubica al centro de esos fusiles, de esas banderas y ese sol rojo en el fondo. A diferencia de los otros caudillos cálidos de la escena política peruana (Belaúnde, García, Barrantes), el caudillo maestro es un caudillo frío, pero que igual puede quemar, como el hielo seco.

Esto en referencia a la franja juvenil que se adhiere a SL. Buscan verdad y coherencia y cuando creen encontrarla van a ser capaces de la máxima violencia para defenderla e imponerla.



[1] En: Degregori, Carlos Iván. Que difícil es ser Dios. Ideología y violencia política en Sendero Luminoso. Ediciones El zorro de abajo. Lima. Nov. 1989.
[2] Fue Rodrigo Montoya (1980:309 y sgts.) quien primero llamó la atención sobre lo que significaba la educación para el campesinado andino; paso de la noche al día, de la ceguera a la visión. Esas mismas asociaciones aparecen en estos testimonios, y otras más:
               
Ausencia de educación                                     Educación
               
                Atraso                                                                  Progreso
                Esclavitud                                                           Libertad
                Engaño                                                                Verdad
                Pobreza                                                                Bienestar
                Explotación                                                        Igualdad
                Ausencia de guía                                                               Guía
                Vicios (coca, trago, etc.)                                   Virtud

Pero advertimos una diferencia. Para Montoya, la educación cumple un rol liberador sólo frente a la dominación ideológica feudal; pero no sería un medio para implantar una dominación ideológica capitalista mas vasta. En otros artículos hemos cuestionado esta generalización (Degregori 1986, 1989ª). Añadamos que, según los testimonios aquí citados, la educación no es necesariamente un “aparato ideológico del Estado” sin fisuras. La expansión del marxismo en las universidades, por ejemplo, difunde elementos ideológicos anticapitalistas entre franjas juveniles. También en las escuelas se difunde lo que Portocarrero (1989) denomina la “idea crítica del  Perú”. Aunque es necesario precisar que el marxismo comparte la misma fe en el progreso que el capitalismo y – al menos las versiones más “duras” que se imponen en nuestras universidades – también el autoritarismo y la vocación “liquidadora de la cultura andina” que Montoya advierte en la escuela.

[3] En la década de 1970 los manuales de marxismo de Politzer, Martha Harnecker y en especial los de la Academia de Ciencias de la URSS, adquieren enorme difusión en las universidades nacionales y luego entre los estudiantes secundarios y de “institutos superiores”, llegando a crear un cierto “sentido común” que favorece la posterior expansión de una propuesta como la de SL, entre ciertas franjas juveniles universitarias. Al respecto, véase Degregori (1980b).
[4] No discutiremos aquí el concepto de “modernidad”. Bástenos decir que para los habitantes de Nueva Guinea ésta aparecía como un conjunto de bienes finales manufacturados, desligados de su contexto global, sin indicio alguno de cómo y dónde se producían. En el caso de las poblaciones andinas, vinculadas durante cuatro siglos a Europa, la situación es diferente. Pero luego de la derrota de Túpac Amaru II y a lo largo de la República, cuando la categoría de “indio” se confunde con “campesino pobre”, los mistis se convierten en intermediarios/tampones que tienden a monopolizar la comunicación entre ambos mundos. En las últimas décadas, la expansión del mercado y del Estado hacia zonas rurales (ferias, carreteras, burocracia), abren la posibilidad de modificar la relación tradicional misti/indio y acceder al mundo urbano moderno de donde llegan no sólo bienes sino ideas.

lunes, 16 de mayo de 2011

TRADICIONES PERUANAS - LOS CABALLEROS DE LA CAPA

LOS CABALLEROS DE LA CAPA (1541)

Crónica de una Guerra Civil  -  (A don Juan de la Pezuela, conde de Cheste)

I - Quiénes eran los caballeros de la capa y el juramento que hicieron

En la tarde del 5 de junio de 1541 hallábanse reunidos en el solar de Pedro de San Millán doce españoles, agraciados todos por el rey por sus hechos en la conquista del Perú.
La casa que los albergaba se componía de una sala y cinco cuartos, quedando gran espacio de terreno por fabricar. Seis sillones de cuero, un escaño de roble y una mugrienta mesa pegada a la pared, formaban el mueblaje de la casa. Así la casa como el traje de los habitantes de ella pregonaban, a la legua, una de esas pobrezas que se codean con la mendicidad. Y así era, en efecto.
Los doce hidalgos pertenecían al número de los vencidos el 6 de abril de 1538 en la batalla de las Salinas. El vencedor les había confiscado sus bienes, y gracias que les permitía respirar el aire de Lima, donde vivían de la caridad de algunos amigos. El vencedor, como era de práctica en esos siglos, pudo ahorcarlos sin andarse con muchos perfiles; pero don Francisco Pizarro se adelantaba a su época, y parecía más bien hombre de nuestros tiempos, en que al enemigo no siempre se mata o aprisiona, sino que se le quita por entero o merma la ración de pan. Caídos y levantados, hartos y hambrientos, eso fue la colonia, y eso ha sido y es la república. La ley del yunque y del martillo imperando a cada cambio de tortilla, o como reza la copla:
«Salimos de Guate-mala
y entramos en Guate-peor;
cambia el pandero de manos,
pero de sonidos, no».
o como dicen en Italia: «Librarse de los bárbaros para caer en los Babarini».
Llamábanse los doce caballeros Pedro de San Millán, Cristóbal de Sotelo, García de Alvarado, Francisco de Chaves, Martín de Bilbao, Diego Méndez, Juan Rodríguez Barragán, Gómez Pérez, Diego de Hoces, Martín Carrillo, Jerónimo de Almagro y Juan Tello.
Muy a la ligera, y por la importancia del papel que desempeñan en esta crónica, haremos el retrato histórico de cada uno de los hidalgos, empezando por el dueño de la casa. A tout seigneur tout honneur.
Pedro de San Millán, caballero santiagués, contaba treinta y ocho años y pertenecía al número de los ciento setenta conquistadores que capturaron a Atahualpa. Al hacerse la repartición del rescate del inca, recibió ciento treinta y cinco marcos de plata y tres mil trescientas treinta onzas de oro. Leal amigo del mariscal D. Diego de Almagro, siguió la infausta bandera de éste, y cayó en la desgracia de los Pizarro, que le confiscaron su fortuna, dejándole por vía de limosna el desmantelado solar de judíos, y como quien dice: «basta para un gorrión pequeña jaula». San Millán, en sus buenos tiempos, había pecado de rumboso y gastador; era bravo, de gentil apostura y generalmente querido.
Cristóbal de Sotelo frisaba en los cincuenta y cinco años, y como soldado que había militado en Europa, era su consejo tenido en mucho. Fue capitán de infantería en la batalla de las Salinas.
García de Alvarado era un arrogantísimo mancebo de veintiocho años, de aire marcial, de instintos dominadores, muy ambicioso y pagado de su mérito. Tenía sus ribetes de pícaro y felón.
Diego Méndez, de la orden de Santiago, era hermano del famoso general Rodrigo Ordóñez, que murió en la batalla de las Salinas mandando el ejército vencido. Contaba Méndez cuarenta y tres años, y más que por hombre de guerra se le estimaba por galanteador y cortesano.
De Francisco de Chaves, Martín de Bilbao, Diego de Hoces, Gómez Pérez y Martín Carrillo, sólo nos dicen los cronistas que fueron intrépidos soldados y muy queridos de los suyos. Ninguno de ellos llegaba a los treinta y cinco años.
Juan Tello el sevillano fue uno de los doce fundadores de Lima, siendo los otros el marqués Pizarro, el tesorero Alonso Riquelme, el veedor García de Salcedo, el sevillano Nicolás de Ribera el Viejo, Rui Díaz, Rodrigo Mazuelas, Cristóbal de Peralta, Alonso Martín de Don Benito, Cristóbal Palomino, el salamanquino Nicolás de Ribera el Mozo y el secretario Picado. Los primeros alcaldes que tuvo el Cabildo de Lima fueron Ribera el Viejo y Juan Tello. Como se ve, el hidalgo había sido importante personaje, y en la época en que lo presentamos contaba cuarenta y seis años.
Jerónimo de Almagro era nacido en la misma ciudad que el mariscal, y por esta circunstancia y la del apellido se llamaban primos. Tal parentesco no existía, pues D. Diego fue un pobre expósito. Jerónimo rayaba en los cuarenta años.
La misma edad contaba Juan Rodríguez Barragán, tenido por hombre de gran audacia a la par que de mucha experiencia.
Sabido es que, así como en nuestros días ningún hombre que en algo se estima sale a la calle en mangas de camisa, así en los tiempos antiguos nadie que aspirase a ser tenido por decente osaba presentarse en la vía pública sin la respectiva capa. Hiciese frío o calor, el español antiguo y la capa andaban en consorcio, tanto en el paseo y el banquete cuanto en la fiesta de iglesia. Por eso sospecho que el decreto que en 1822 dio el ministro Monteagudo prohibiendo a los españoles el uso de la capa, tuvo, para la Independencia del Perú, la misma importancia que una batalla ganada por los insurgentes. Abolida la capa, desaparecía España.
Para colmo de miseria de nuestros doce hidalgos, entre todos ellos no había más que una capa; y cuando alguno estaba forzado a salir, los once restantes quedaban arrestados en la casa por falta de la indispensable prenda.
Antonio Picado, el secretario del marqués D. Francisco Pizarro, o más bien dicho, su demonio de perdición, hablando un día de los hidalgos los llamó Caballeros de la capa. El mote hizo fortuna y corrió de boca en boca.
Aquí viene a cuento una breve noticia biográfica de Picado.
Vino éste al Perú en 1534 como secretario del mariscal D. Pedro de Alvarado, el del famoso salto en México. Cuando Alvarado, pretendiendo que ciertos territorios del Norte no estaban comprendidos en la jurisdicción de la conquista señalada por el emperador a Pizarro, estuvo a punto de batirse con las fuerzas de D. Diego de Almagro, Picado vendía a éste los secretos de su jefe, y una noche, recelando que se descubriese su infamia, se fugó al campo enemigo. El mariscal envió fuerza a darle alcance, y no lográndolo, escribió a D. Diego que no entraría en arreglo alguno si antes no le entregaba la persona del desleal. El caballeroso Almagro rechazó la pretensión, salvando así la vida a un hombre que después fue tan funesto para él y para los suyos.
D. Francisco Pizarro tomó por secretario a Picado, el que ejerció sobre el marqués una influencia fatal y decisiva. Picado era quien, dominando los arranques generosos del gobernador, lo hacía obstinarse en una política de hostilidad contra los que no tenían otro crimen que el de haber sido vencidos en la batalla de las Salinas.
Ya por el año de 1541 sabíase de positivo que el monarca, inteligenciado de lo que pasaba en estos reinos, enviaba al licenciado don Cristóbal Vaca de Castro para residenciar al gobernador; y los almagristas, preparándose a pedir justicia por la muerte dada a D. Diego, enviaron, para recibir al comisionado de la corona y prevenir su ánimo con informes, a los capitanes Alonso Portocarrero y Juan Balsa. Pero el juez pesquisador no tenía cuándo llegar. Enfermedades y contratiempos marítimos retardaban su arribo a la ciudad de los Reyes.
Pizarro entretanto quiso propiciarse amigos aun entre los caballeros de la capa; y envió mensajes a Sotelo, Chaves y otros, ofreciéndoles sacarlos de la menesterosa situación en que vivían. Pero, en honra de los almagristas, es oportuno consignar que no se humillaron a recibir el mendrugo de pan que se les quería arrojar.
En tal estado las cosas, la insolencia de Picado aumentaba de día en día, y no excusaba manera de insultar a los de Chile, como eran llamados los parciales de Almagro. Irritados éstos, pusieron una noche tres cuerdas en la horca, con carteles que decían: Para Pizarro. Para Picado. Para Velázquez.
El marqués, al saber este desacato, lejos de irritarse dijo sonriendo:
-¡Pobres! Algún desahogo les hemos de dejar y bastante desgracia tienen para que los molestemos más. Son jugadores perdidos y hacen extremos de tales.
Pero Picado se sintió, como su nombre, picado; y aquella tarde, que era la del 5 de junio, se vistió un jubón y una capetilla francesa, bordada con higas de plata, y montando en un soberbio caballo pasó y repasó, haciendo caracolear al animal, por las puertas de Juan de Rada, tutor del joven Almagro, y del solar de Pedro de San Millán, residencia de los doce hidalgos; llevando su provocación hasta el punto de que, cuando algunos de ellos se asomaron, les hizo un corte de manga, diciendo: «Para los de Chile», y picó espuelas al bruto.
Los caballeros de la capa mandaron llamar inmediatamente a Juan de Rada.
Pizarro había ofrecido al joven Almagro, que quedó huérfano a la edad de diez y nueve años, ser para él un segundo padre, y al efecto lo aposentó en palacio, pero fastidiado el mancebo de oír palabras en mengua de la memoria del mariscal y de sus amigos, se separó del marqués y se constituyó pupilo de Juan de Rada. Era éste un anciano muy animoso y respetado, pertenecía a una noble familia de Castilla, y se le tenía por hombre de gran cautela y experiencia. Habitaba en el portal de Botoneros, que así llamamos en Lima a los artesanos que en otras partes son pasamaneros, unos cuartos del que hasta hoy se conoce con el nombre de callejón de los Clérigos. Rada vio en la persona de Almagro el Mozo un hijo y una bandera para vengar la muerte del mariscal; y todos los de Chile, cuyo número pasaba de doscientos, si bien reconocían por caudillo al joven don Diego, miraban en Rada el llamado a dar impulso y dirección a los elementos revolucionarios.
Rada acudió con presteza al llamamiento de los caballeros. El anciano se presentó respirando indignación por el nuevo agravio de Picado, y la junta resolvió no esperar justicia del representante que enviaba la corona; sino proceder al castigo del marqués y de su insolente secretario.
García de Alvarado, que tenía puesta esa tarde la capa de la compañía, la arrojó al suelo, y parándose sobre ella, dijo:
-Juremos por la salvación de nuestras ánimas morir en guarda de los derechos de Almagro el Mozo, y recortar de esta capa la mortaja para Antonio Picado.

II - De la atrevida empresa que ejecutaron los caballeros de la capa

Las cosas no podían concertarse tan en secreto que el marqués no advirtiese que los de Chile tenían frecuentes conciliábulos, que reinaba entre ellos una agitación sorda, que compraban armas y que, cuando Rada y Almagro el Mozo salían a la calle, eran seguidos, a distancia y a guisa de escolta, por un grupo de sus parciales. Sin embargo, el marqués no dictaba providencia alguna.
En esta inacción del gobernador recibió cartas de varios corregimientos participándole que los de Chile preparaban sin embozo un alzamiento en todo el país. Esta y otras denuncias le obligaron una mañana a hacer llamar a Juan de Rada.
Encontró éste a Pizarro en el jardín de palacio, al pie de una higuera que aún existe; y según Herrera, en sus Décadas, medió entre ambos este diálogo:
-¿Qué es esto, Juan de Rada, que me dicen que andáis comprando armas para matarme?
-En verdad, señor, que he comprado dos coracinas y una cota para defenderme.
-¿Pues qué causa os mueve ahora, más que en otro tiempo, a proveeros de armas?
-Porque nos dicen, señor, y es público, que su señoría recoge lanzas para matarnos a todos. Acábenos ya su señoría y haga de nosotros lo que fuere servido; porque, habiendo comenzado por la cabeza, no sé yo por qué ha de tener respeto a los pies. También se dice que su señoría piensa matar el juez que viene enviado por el rey. Si su ánimo es tal y determina dar muerte a los de Chile, no lo haga con todos. Destierre su señoría a don Diego en un navío, pues es inocente, que yo me iré con él adonde la fortuna nos quisiere llevar.
-¿Quién os ha hecho entender tan gran traición y maldad como ésa? Nunca tal pensé, y más deseo tengo que vos de que acabe de llegar el juez, que ya estuviera aquí si hubiese aceptado embarcarse en el galeón que yo le envié a Panamá. En cuanto a las armas, sabed que el otro día salí de caza, y entre cuantos íbamos ninguno llevaba lanza; y mandé a mis criados que comprasen una, y ellos mercaron cuatro. ¡Plegue a Dios, Juan de Rada, que venga el juez y estas cosas hayan fin, y Dios ayude a la verdad!
Por algo se ha dicho que del enemigo el consejo. Quizá habría Pizarro evitado su infausto fin, si como se lo indicaba el astuto Rada hubiese en el acto desterrado a Almagro.
La plática continuó en tono amistoso, y al despedirse Rada, le obsequió Pizarro seis higos que él mismo cortó por su mano del árbol, y que eran de los primeros que se producían en Lima.
Con esta entrevista pensó don Francisco haber alejado todo peligro, y siguió despreciando los avisos que constantemente recibía.
En la tarde del 25 de junio, un clérigo le hizo decir que, bajo secreto de confesión, había sabido que los almagristas trataban de asesinarlo, y muy en breve. «Ese clérigo obispado quiere», respondió el marqués; y con la confianza de siempre, fue sin escolta a paseo y al juego de pelota y bochas, acompañado de Nicolás de Ribera el Viejo.
Al acostarse, el pajecillo que le ayudaba a desvestirse le dijo:
-Señor marqués, no hay en las calles más novedad sino que los de Chile quieren matar a su señoría.
-¡Eh! Déjate e bachillerías, rapaz; que esas cosas no son para ti -le interrumpió Pizarro.
Amaneció el domingo 26 de junio, y el marqués se levantó algo preocupado.
A las nueve llamó al alcalde mayor, Juan de Velázquez, y recomendole que procurase estar al corriente de los planes de los de Chile, y que si barruntaba algo de gravedad, procediese sin más acuerdo a la prisión del caudillo y de sus principales amigos. Velázquez le dio esta respuesta que las consecuencias revisten de algún chiste:
-Descuide vuestra señoría, que mientras yo tenga en la mano esta vara, ¡juro a Dios que ningún daño le ha de venir!
Contra su costumbre no salió Pizarro a misa, y mandó que se la dijesen en la capilla de palacio.
Parece que Velázquez no guardó, como debía, reserva con la orden del marqués, y habló de ella con el tesorero Alonso Riquelme y algunos otros. Así llegó a noticia de Pedro San Millán, quien se fue a casa de Rada, donde estaban reunidos muchos de los conjurados. Participoles lo que sabía y añadió: «Tiempo es de proceder, pues si lo dejamos para mañana, hoy nos hacen cuartos».
Mientras los demás se esparcían por la ciudad a llenar diversas comisiones, Juan de Rada, Martín de Bilbao, Diego Méndez, Cristóbal de Sosa, Martín Carrillo, Pedro de San Millán, Juan de Porras, Gómez Pérez, Arbolancha, Narváez y otros, hasta completar diez y nueve conjurados, salieron precipitadamente del callejón de los Clérigos (y no del de Petateros, como cree el vulgo) en dirección a palacio. Gómez Pérez dio un pequeño rodeo para no meterse en un charco, y Juan de Rada lo apostrofó: «¿Vamos a bañarmos en sangre humana, y está cuidando vuesa merced de no mojarse los pies? Andad y volveos, que no servís para el caso».
Más de quinientas personas paseantes o que iban a la misa de doce, había a la sazón en la plaza, y permanecieron impasibles mirando el grupo. Algunos maliciosos se limitaron a decir: «Estos van a matar al marqués o a Picado».
El marqués, gobernador y capitán general del Perú don Francisco Pizarro, se hallaba en uno de los salones de palacio en tertulia con el obispo electo de Quito, el alcalde Velázquez y hasta quince amigos más, cuando entró un paje gritando: «¡Los de Chile vienen a matar al marqués, mi señor!».
La confusión fue espantosa. Unos se arrojaron por los corredores al jardín, y otros se descolgaron por las ventanas a la calle, contándose entre los últimos el alcalde Velázquez, que para mejor asirse de la balaustrada se puso entre los dientes la vara de juez. Así no faltaba al juramento que había hecho tres horas antes; visto que si el marqués se hallaba en atrenzos, era porque no tenía la vara en la mano, sino en la boca.
Pizarro, con la coraza mal ajustada, pues no tuvo espacio para acabarse de armar, la capa terciada a guisa de escudo y su espada en la mano, salió a oponerse a los conjurados, que ya habían muerto a un capitán y herido a tres o cuatro criados. Acompañaban al marqués su hermano uterino Martín de Alcántara, Juan Ortiz de Zárate y dos pajes.
El marqués, a pesar de sus sesenta y cuatro años, se batía con los bríos de la mocedad; y los conjurados no lograban pasar el dintel de una puerta, defendida por Pizarro y sus cuatro compañeros, que lo imitaban en el esfuerzo y coraje.
-¡Traidores! ¿Por qué me queréis matar? ¡Qué desvergüenza! ¡Asaltar como bandoleros mi casa! -gritaba furioso Pizarro, blandiendo la espada; y a tiempo que hería a uno de los conjurados, que Rada había empujado sobre él, Martín de Bilbao le acertó una estocada en el cuello.
El conquistador del Perú sólo pronunció una palabra: «¡Jesús!», y cayó, haciendo con el dedo una cruz de sangre en el suelo y besándola.
Entonces Juan Rodríguez Barragán le rompió en la cabeza una garrafa de barro de Guadalajara, y don Francisco Pizarro exhaló el último aliento.
Con él murieron Martín de Alcántara y los dos pajes, quedando gravemente herido Ortiz de Zárate.
Quisieron más tarde sacar el cuerpo de Pizarro y arrastrarlo por la plaza; pero los ruegos del obispo de Quito y el prestigio de Juan de Rada estorbaron este acto de bárbara ferocidad. Por la noche dos humildes servidores del marqués lavaron el cuerpo; le vistieron el hábito de Santiago sin calzarle las espuelas de oro, que habían desaparecido; abrieron una sepultura en el terreno de la que hoy es Catedral, en el patio que aún se llama de los Naranjos, y enterraron el cadáver. Encerrados en un cajón de terciopelo con broches de oro se encuentran hoy los huesos de Pizarro, bajo el altar mayor de la catedral. Por lo menos tal es la general creencia.
Realizado el asesinato, salieron sus autores a la plaza gritando: «¡Viva el rey! ¡Muerto es el tirano! ¡Viva Almagro! ¡Póngase la tierra en justicia!». Y Juan de Rada se restregaba las manos con satisfacción, diciendo: «¡Dichoso día en el que se conocerá que el mariscal tuvo amigos tales que supieron tomar venganza de su matador!».
Inmediatamente fueron presos Jerónimo de Aliaga, el factor Illán Suárez de Carbajal, el alcalde del Cabildo Nicolás de Ribera el Viejo y muchos de los principales vecinos de Lima. Las casas del marqués, de su hermano Alcántara y de Picado fueron saqueadas. El botín de la primera se estimó en cien mil pesos, el de la segunda en quince mil pesos y el de la última en cuarenta mil.
A las tres de la tarde, más de doscientos almagristas habían creado un nuevo Ayuntamiento; instalado a Almagro el Mozo en palacio con título de gobernador, hasta que el rey proveyese otra cosa; reconocido a Cristóbal de Sotelo por su teniente gobernador, y conferido a Juan de Rada el mando del ejército.
Los religiosos de la Merced, que, así en Lima como en el Cuzco, eran almagristas, sacaron la custodia en procesión y se apresuraron a reconocer el nuevo gobierno. Gran papel desempeñaron siempre los frailes en las contiendas de los conquistadores. Húbolos que convirtieron la catedral del Espíritu Santo en tribuna de difamación contra el bando que no era de sus simpatías. Y en prueba de la influencia que sobre la soldadesca tenían los sermones, copiaremos una carta que en 1553 dirigió Francisco Girón al padre Baltasar Melgarejo. Dice así la carta:
«Muy magnífico y reverendo señor: Sabido he que vuesa paternidad me hace más guerra con su lengua, que no los soldados con sus armas. Merced recibiré que haya enmienda en el negocio, porque de otra manera, dándome Dios victoria, forzarme ha vuesa paternidad que no mire nuestra amistad y quien vuesa paternidad es, cuya muy magnífica y reverenda persona guarde. -De este mi real de Pachacamac. -Besa la mano de vuesa paternidad su servidor. -Francisco Hernández Girón».
Una observación histórica. El alma de la conjuración fue siempre Rada, y Almagro el Mozo ignoraba todos los planes de sus parciales. No se le consultó para el asesinato de Pizarro, y el joven caudillo no tuvo en él más parte que aceptar el hecho consumado.
Preso el alcalde Velázquez, consiguió hacerlo fugar su hermano el obispo del Cuzco fray Vicente Valverde, aquel fanático de la orden dominica que tanta influencia tuvo para la captura y suplicio de Atahualpa. Embarcáronse luego los dos hermanos para ir a juntarse con Vaca de Castro; pero, en la isla de la Puná, los indios los mataron a flechazos junto con otros diez y seis españoles. No sabemos a punto fijo si la Iglesia venera entre sus mártires al padre Valverde.
Velázquez escapó de las brasas para caer en las llamas. Los caballeros de la capa no lo habrían tampoco perdonado.
Desde los primeros síntomas de revolución, Antonio Picado se escondió en casa del tesorero Riquelme, y descubierto al día siguiente su asilo fueron a prenderlo. Riquelme dijo a los almagristas: «No sé dónde está el señor Picado», y con los ojos les hizo señas para que lo buscasen debajo de la cama. La pluma se resiste a hacer comentarios sobre tamaña felonía.
Los caballeros de la capa, presididos por Juan de Rada y con anuencia de don Diego, se constituyeron en tribunal. Cada uno enrostró a Picado el agravio que de él hubiera recibido cuando era omnipotente cerca de Pizarro; luego le dieron tormento para que revelase dónde el marqués tenía tesoros ocultos; y por fin, el 29 de septiembre, le cortaron la cabeza en la plaza con el siguiente pregón, dicho en voz alta por Cosme Ledesma, negro ladino en la lengua española, a toque de caja y acompañado de cuatro soldados con picas y otros dos con arcabuces y cuerdas encendidas: «Manda Su Majestad que muera este hombre por revolvedor de estos reinos, e porque quemó e usurpó muchas provisiones reales, encubriéndolas porque venían en gran daño al marqués, e porque cohechaba e había cohechado mucha suma de pesos de oro en la tierra.
El juramento de los caballeros de la capa se cumplió al pie de la letra. La famosa capa le sirvió de mortaja a Antonio Picado.

III - El fin del caudillo y de los doce caballeros

No nos proponemos entrar en detalles sobre los catorce meses y medio que Almagro el Mozo se mantuvo como caudillo, ni historiar la campaña que, para vencerlo, tuvo que emprender Vaca de Castro. Por eso, a grandes rasgos hablaremos de los sucesos.
Con escasas simpatías entre los vecinos de Lima, viose don Diego forzado a abandonar la ciudad para reforzarse en Guamanga y el Cuzco, donde contaba con muchos partidarios. Días antes de emprender la retirada, se le presentó Francisco de Chaves exponiéndole una queja, y no recibiendo reparación de ella le dijo: «No quiero ser más tiempo vuestro amigo, y os devuelvo la espada y el caballo». Juan de Rada lo arrestó por la insubordinación, y enseguida lo hizo degollar. Así concluyó uno de los caballeros de la capa.
Juan de Rada, gastado por los años y las fatigas, murió en Jauja al principiarse la campaña. Fue este un golpe fatal para la causa revolucionaria. García de Alvarado lo reemplazó como general, y Cristóbal de Sotelo fue nombrado maese de campo.
En breve estalló la discordia entre los dos jefes de ejército, y hallándose Sotelo enfermo en cama, fue García de Alvarado a pedirle satisfacción por ciertas hablillas: «No me acuerdo haber dicho nada de vos ni de los Alvarado -contestó el maese de campo-; pero si algo he dicho lo vuelvo a decir, porque, siendo quien soy, se me da una higa de los Alvarados; y esperad a que me abandone la fiebre que me trae postrado para demandarme más explicaciones con la punta de la espada». Entonces el impetuoso García de Alvarado cometió la villanía de herirlo, y uno de sus parciales lo acabó de matar. Tal fue la muerte del segundo caballero de la capa.
Almagro el Mozo habría querido castigar en el acto el aleve matador; pero la empresa no era hacedera. García de Alvarado, ensoberbecido con su prestigio sobre la soldadesca, conspiraba para deshacerse de don Diego, y luego, según le conviniese, batir a Vaca de Castro o entrar en acuerdo con él. Almagro disimuló mañosamente, inspiró confianza a Alvarado, y supo atraerlo a un convite que daba en el Cuzco Pedro de San Millán. Allí, en medio de la fiesta, un confidente de don Diego se echó sobre don García diciéndole:
-¡Sed preso!
-Preso no, sino muerto -añadió Almagro, y le dio una estocada, acabándolo de matar los otros convidados.
Así desaparecieron tres de los caballeros de la capa antes de presentar batalla al enemigo. Estaba escrito que todos habían de morir de muerte violenta y bañados en su sangre.
Entretanto, se aproximaba el momento decisivo, y Vaca de Castro hacía a Almagro proposiciones de paz y promulgaba un indulto, del que sólo estaban exceptuados los nueve caballeros de la capa que aún vivían, y dos o tres españoles más.
El domingo 16 de septiembre de 1542 terminó la guerra civil con la sangrienta batalla de Chupas. Almagro, al frente de quinientos hombres, fue casi vencedor de los ochocientos que seguían la bandera de Vaca de Castro. Durante la primera hora, la victoria pareció inclinarse del lado del joven caudillo; pues Diego de Hoces, que mandaba una ala de su ejército, puso en completa derrota una división contraria. Sin el arrojo de Francisco de Carbajal, que restableció el orden en las filas de Vaca de Castro, y más que esto, sin la impericia o traición de Pedro de Candia, que mandaba la artillería almagrista, el triunfo de los de Chile era seguro.
El número de muertos por ambas partes pasó de doscientos cuarenta, y el de los heridos fue también considerable. Entre tan reducido número de combatientes, sólo se explica un encarnizamiento igual teniendo en cuenta que los almagristas tuvieron por su caudillo el mismo fanático entusiasmo que había profesado al mariscal su padre; y ya es sabido que el fanatismo por una causa ha hecho siempre los héroes y los mártires.
Aquéllos sí eran tiempos en los que, para entrar en batalla, se necesitaba tener gran corazón. Los combates terminaban cuerpo a cuerpo, y el vigor, la destreza y lo levantado del ánimo decidían el éxito.
Las armas de fuego distaban tres siglos del fusil de aguja y eran más bien un estorbo para el soldado, que no podía utilizar el mosquete o arcabuz si no iba provisto de eslabón, pedernal y yesca para encender la mecha. La artillería estaba en la edad del babador; pues los pedreros o falconetes, si para algo servían era para meter ruido como los petardos. Propiamente hablando, la pólvora se gastaba en salvas; pues no conociéndose aún escala de punterías, las balas iban por donde el diablo las guiaba. Hoy es una delicia caer en el campo de batalla, así el mandria como el audaz, con la limpieza con que se resuelve una ecuación de tercer grado. Muere el prójimo matemáticamente, en toda regla, sin error de suma o pluma; y ello, al fin, debe ser un consuelo que se lleva el alma al otro barrio. Decididamente, hogaño una bala de cañón es una bala científica, que nace educada y sabiendo a punto fijo dónde va a parar. Esto es progreso, y lo demás es chiribitas y agua de borrajas.
Perdida toda esperanza de triunfo, Martín de Bilbao y Jerónimo de Almagro no quisieron abandonar el campo, y se lanzaron entre los enemigos gritando: «¡A mí, que yo maté al marqués!». En breve cayeron sin vida. Sus cadáveres fueron descuartizados al día siguiente.
Pedro de San Millán, Martín Carrillo y Juan Tello fueron hechos prisioneros, y Vaca de Castro los mandó degollar en el acto.
Diego de Hoces, el bravo capitán que tan gran destrozo causara en las tropas realistas, logró escapar del campo de batalla, para ser pocos días después degollado en Guamanga.
Juan Rodríguez Barragán, que había quedado por teniente gobernador en el Cuzco, fue apresado en la ciudad y se le ajustició. Las mismas autoridades que creó D. Diego, al saber su derrota, se declararon por el vendedor para obtener indultos y mercedes.
Diego Méndez y Gómez Pérez lograron asilarse cerca del inca Manco que, protestando contra la conquista, conservaba en las crestas de los Andes un grueso ejército de indios. Allí vivieron hasta fines de 1544. Habiendo un día Gómez Pérez tenido un altercado con el inca Manco mató a éste a puñaladas, y entonces los indios asesinaron a los dos caballeros y a cuatro españoles más que habían buscado refugio entre ellos.
Almagro el Mozo peleó con desesperación hasta el último momento en que, decidida la batalla, lanzó su caballo sobre Pedro de Candia, y diciéndole «¡Traidor!», lo atravesó con su lanza. Entonces Diego de Méndez lo forzó a emprender la fuga para ir a reunirse con el inca, y habríanlo logrado si a Méndez no se le antojara entrar en el Cuzco para despedirse de su querida. Por esta imprudencia fue preso el valeroso mancebo, logrando Méndez escapar para morir más tarde, como ya hemos referido, a manos de los indios.
Se formalizó proceso, y D. Diego salió condenado. Apeló del fallo a la Audiencia de Panamá y al rey, y la apelación le fue denegada. Entonces dijo con entereza: «Emplazo a Vaca de Castro ante el tribunal de Dios, donde seremos juzgados sin pasión; y pues muero en el lugar donde degollaron a mi padre, ruego sólo que me coloquen en la misma sepultura, debajo de su cadáver».
Recibió la muerte -dice un cronista que presenció la ejecución- con ánimo valiente. No quiso que le vendasen los ojos por fijarlos, hasta su postrer instante, en la imagen del Crucificado; y, como lo había pedido, se le dio la misma tumba que al mariscal su padre.
Era este joven de veinticuatro años de edad, nacido de una india noble de Panamá, de talla mediana, de semblante agraciado, gran jinete, muy esforzado y diestro en las armas, participaba de la astucia de su progenitor, excedía en la liberalidad de su padre, que fue harto dadivoso, y como él, sabía hacerse amar con locura de sus parciales.
Así, con el triste fin del caudillo y de los caballeros de la capa, quedó exterminado en el Perú el bando de los de Chile.

viernes, 13 de mayo de 2011

QUÉ LES DIREMOS

Matices - Qué les diremos[1] - César Hildebrandt


 A mí lo que me preocupa es qué les vamos a decir a los jóvenes inteligentes e ilustrados (claro que los hay) si Keiko Fujimori, como parece que podría suceder, llega a la presidencia.

 -¿No es esta señora la hija de un señor que está condenado a la cárcel por asesino y por ladrón? - Preguntará el joven.

 -Sí - le diremos. Pero los hijos no heredan los defectos de sus padres. Tú, por ejemplo, eres más inteligente que tu padre.

 -Ya sé que los niños no heredan los defectos de los padres. ¿Pero no es cierto que la señora Keiko ha dicho que el de su padre fue el mejor gobierno de la historia del Perú? ¿No pidió para su padre, el otro día, "un aplauso tan fuerte que se escuche hasta la DIROES"? - preguntará el joven.

 -Sí, pero eso lo hace por amor filial - disimularemos.

 -¿Y no es cierto que el 90 por ciento de la gente que acompaña a la señora Keiko es la misma gente que acompañó, entre robos y crímenes de lesa humanidad, a su papá?

 -Sí, pero todos podemos cambiar - diremos.

 -Ya sé que podemos cambiar - insistirá el joven. Pero, entonces, ¿por qué el señor Souza o la señora Chávez siguen diciendo que los jueces que condenaron al señor Fujimori tendrán que pagar por lo que hicieron? ¿Ha cambiado el señor Trelles cuando dice que Fujimori pasará a la historia como el hombre que derrotó a la barbarie y que la democracia a veces puede interrumpirse, cuando la patria lo demanda?

 -Pero esas son opiniones - nos defenderemos.

 -Pero, al fin y al cabo, lo de Hitler también era una opinión - dirá el joven, entre irónico y fulmíneo.

 Y en ese momento sentiremos vergüenza. Asco y vergüenza. Y ya no diremos nada. Y trataremos de salir de la escena. Pero como la juventud es divina pero inmensamente cruel, entonces el joven cogerá una manga de nuestra chaqueta, nos hará voltear y nos preguntará demostrando que lee y que se interesa por la historia:

 -¿Puede usted decirme si algún hijo de Anastacio Somoza fue presidente?

 -No. Ninguno.

 -¿Y algún hijo de Trujillo?

 -Tampoco.

-¿Y de Pérez Jiménez?

 -No. Pero, ¿a dónde quieres llegar?

-A que somos muy especiales, ¿Verdad?

 Y nos pondremos rojos. De vergüenza. De vergüenza y asco. Y volveremos a irnos y a callarnos.
 Entonces el joven, casi a gritos, nos preguntará más corrosivo que nunca:

 -¿No nos dijo usted que la elecciones servían también para medir la dignidad de un pueblo?

 Y no tendremos nada que decir


[1] HILDEBRANT EN SUS TRECE
2011      “Qué les diremos”. Hildebrant en sus trece. Lima, año 1, número 54, p. 2.

jueves, 12 de mayo de 2011

¡NUNCA MÁS! - FUJIMORI SE DESHACE DEL LÍDER DE LOS OBREROS

FUJIMORI SE DESHACE DEL LÍDER DE LOS OBREROS[1]

E
l 18 de diciembre de 1992, Pedro Huilca Tecse, secretario general de la CGTP, murió acribillado a balazos dentro de una camioneta, frente a la puerta de su casa. Los disparos fueron hechos con silenciadores, un estilo que no era compatible con el accionar de los cuadros senderistas. Momentos antes, el dirigente había caminado solitariamente cerca de 200 metros para traer su camioneta de una playa de estacionamiento.

            Sin embargo, nadie le salió al paso, como solían hacer los subversivos tras un implacable reglaje a sus víctimas. Los sicarios llegaron después del desayuno de la familia, unos instantes más y no lo encontraban.

            Momentos después del crimen se echó a andar la versión que se trataba de un nuevo atentado de Sendero Luminoso, organización que había sido golpeada en su estructura militar y política y que, en esos momentos, era incapaz de ejecutar una operación de envergadura.

            Una década después, José Luis Risco, presidente de una subcomisión investigadora del Congreso, presentó el testimonio de un agente que hacía trabajos sucios para el SIN: Clemente Alayo.

            Alayo reveló que en octubre del año 1992, Martín Rivas recibió una llamada de Fujimori al salir de los baños sauna “Pardo”. Tras ello, el jefe de Colina anunció que se preparaba el crimen de Huilca.

            Alayo volvió a oír del tema en los primeros días de noviembre. Se encontró con Martín Rivas cerca de la Plaza 2 de Mayo, a pocos pasos del local de la CGTP. En el interior de un automóvil estaban Mariela Barreto y dos sujetos. Martín Rivas le dijo a Alayo: «Mira, compadre, vas a reivindicarte de todas tus cagadas que has hecho. La señorita que ves adelante va a participar con nosotros y tiene más huevos y cojones que tú. Y el chofer, ¿ves a ese grandazo que está allá al fondo?, ése también va a participar. ¿Ves allá al otro?, ese también va a participar; y yo también, pero tú vas a darle el tiro de gracia. ¡Ahí quiero verte carajo!».

            El técnico Ángel Felipe Sauñi Pomaya, técnico del SIE, ratificó esa versión. Recordó que su colega Pedro Pretell Dámaso había reconocido su participación en el crimen.

            Alayo no llegaría a consumar la acción. En diciembre fue acusado por delito de “traición a la patria”. Según él, la acusación en su contra fue la consecuencia de haber advertido al abogado de Abimael Guzmán, Alfredo Crespo, que el SIN pretendía eliminarlo.

            Los trabajadores culparon desde el primer momento al gobierno de Fujimori, recordando que el ministro de Economía de la dictadura, Carlos Boloña, había declarado, en agosto de 1992, que la dirigencia de la CGTP no llegaría a fines de año.

            La guerra estaba declarada desde que el gobierno aplicara una política económica que destruía el trabajo de los peruanos, en beneficio de grupos monopólicos. En pocos meses, el régimen había liquidado la legislación que amparaba derechos laborales conquistados a lo largo de décadas. Para agravar más las cosas, el fondo de pensiones acabó pasando en gran parte al sistema privado, a través de la Administración Privada de Fondos de Pensiones, que engulleron la mayor parte de sus ingresos.

            Los grandes empresarios se frotaban las manos. Ya habían superado el trance de la derrota del Fredemo, consorcio de partidos que respaldó la candidatura del escritor Mario Vargas Llosa. Por eso, no extrañó que el grueso de asistentes al CADE 92 sonriera cuando el propio Fujimori anunciara en presencia de Pedro Huilca: «¡Los días de la CGTP comunista ya se han terminado. Éste ya no es el país donde mandan las cúpulas de la CGTP!».

            El dirigente advirtió las consecuencias de la amenaza. A los pocos días envió un escrito: «La CGTP responde que nunca ha habido en el Perú un gobierno en el que los trabajadores hayamos asumido la capacidad de decisión. Todos han aplicado una política de opresión y han actuado en contra de los trabajadores. Le aseguramos que no le tememos y que sin alardes ni aspavientos responderemos a las bravatas y a las amenazas de quienes hoy son fuertes».

            Pero la vida de Huilca tenía las horas contadas: el 18 de diciembre, a las 8 y 25 de la mañana, el hombre de 42 años recibió unos 40 disparos en el cuerpo cuando se disponía a marchar a la sede de la central. Los asesinos no repararon en disparar contra el frontis de su casa para acallar los gritos de horror.

            Flor, una de las hijas de Pedro, se cruzó en el camino con una mujer de pelo corto, rubio, con el rostro pasmado. Tenía en las manos un arma. Tras la balacera, Flor llevó a su padre al hospital, pero los médicos nada pudieron hacer.

            Yuri Huamaní, un estudiante de la Universidad Nacional de Ingeniería, capturado dos horas antes del crimen, fue acusado del asesinato. Sus padres fueron obligados a firmar un acta en blanco, en la que luego se consignaría una denuncia por subversión. Hasta hoy se lamentan.

            A los pocos días del crimen, la policía presentó a los responsables del crimen, pero la familia de Huilca no reconoció a nadie. A una mujer la mostraron a través de la cerradura de una puerta, pero ella tenía el pelo largo y oscuro, no tenía relación con la mujer que había participado en el atentado. Juan Tulich Morales, el responsable de la zona norte de SL fue acusado del crimen, pero sería liberado años después.

(Del libro El crimen de la Cantuta, cuarta edición. Autor: Efraín Rúa).


[1] HILDEBRANT EN SUS TRECE
2011      “Fujimori se deshace del líder de los obreros”. Hildebrant en sus trece. Lima, año 1, número 51, p. 14.