Una historia que data del 2008, pero es notorio que en nuestros país esta historia se repitió, se repite y se seguirá repitiendo. Ser jubilado en el Perú es vivir a la diestra de la pelona, hacer cola con ella, almorzar con ella, dormir con ella y aprender a convivir con ella.
CORAZONES PARTIDOS[1]
Ubilde Suárez Cornejo tenía 80 años y era presidente de
Suárez Cornejo había hecho el enésimo alegato de su vejez para que el Estado les reconociera a los jubilados los devengados previstos en la ley 23908. Fue al terminar sus argumentos en contra de
Suárez se derrumbó ante la incredulidad de
La verdad es que Suárez había sido fulminado por un ataque al corazón. Cuando llegaron los camilleros con cara de morgue y el fiscal de turno con su ábaco de muertos públicos, encontraron en uno de sus bolsillos las pastillas sublinguales que no alcanzó a llevarse a la boca.
Suárez Cornejo tendría que darle gracias al destino por terminar como terminó: con la cólera puesta, la palabra en la boca, una sala escuchándolo. Más que al destino, tendría que haberle agradecido al corazón inteligente que le editó la última escena de su vida como si Vittorio de Sicca hubiese sido el guionista. Hubiera tenido que darle las gracias al corazón fiel y camarada que lo exoneró de las cámaras lentas, los dolores lentísimos, la demorada muerte de la jubilación misérrima.
Porque el Estado es más o menos bueno con los que esquilma pero es un truhán con los que ya esquilmó y dejaron de estar en la maquinaria de la producción. Dicen que aquí no hay pena de muerte, pero es a la muerte despaciosa a la que se condena a los viejos de la cédula muerta, a los pensionistas de los 280 soles, de los 470 soles, de los 195 soles. Ser un viejo jubilado en el Perú es ponerte en una cola que da la vuelta a la manzana. Es esperar la compasión que no te ha de mirar ni de reojo. Es hacer otra cola para que, al final, te den un genérico dudoso comprado por tonelada y comisión. Es esperar inútilmente la gratitud que perdió el vuelo, el tren, la dirección, la gratitud que no tiene pasaje de vuelta.
Ser viejo ya es triste porque, como decía Leopardi, la vejez priva a la gente de los placeres pero le deja las apetencias. Pero ser viejo y jubilado común en el Perú es peor que perder la esperanza. Un Estado ladrón gobernado por sucesivos forajidos condena a sus viejos a la indigencia mientras el dinero que les sacó de los bolsillos se convirtió en la carretera a Eisha, el subsidio a los Picasso, el regalito al Edelnor privatizado, la planilla gigante de los ministerios, el Banco de Materiales que era una casa de putas, la casa de putas que era el Banco que tuvo que ser salvado porque peligraba el sistema, ¿verdad PPK, comisionista de dos mundos y un solo bolsillo?
Si no eres solvente por herencia o por hábito o por lotería, muérete a tiempo, por favor. Que no te toque tocar puertas sordas y llamar a teléfonos que escupen grabaciones. Claro, hay excepciones. Una de ellas es esta: si robaste en mancha, en masa, en macrocifras, si con el diez por ciento de ese dinero compraste la impunidad y la prescripción y con otro diez por ciento te hiciste de una reputación de segunda mano aunque de buen ver, si eres un megaladrón y estás megablindado porque sales en los cuchés y pusiste plata en la campaña del que corta el jamón, entonces criogenízate y dura hasta que el hartazgo te liquide.
Es cierto que sólo vemos envejecer a los demás. Es el consuelo narcisista que Malraux definió tan bien. Pero si eres pensionista en el Perú, no tienes ni siquiera el alivio de la distracción. El maltrato te obliga a mirarte en el espejo. La vida a la que te reducen te aniquila. Mueres de Ventanilla, de cola interminable, de proctólogo con mala cara y poco tiempo, de pan con mantequilla pero sin mantequilla.
Ayer murió, enfrentando a los abogados de
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